miércoles, 4 de enero de 2012

Azul celeste

No fue que Laureano Hinojosa naciera con los pies por delante, como lo hizo, ni que tuviera dos dedos índices en la misma mano, como los tenía, lo que lo convirtió en leyenda. Fue que Laureano Hinojosa, hijo de Tomasa Palacios y de Austero Hinojosa, puso a su pueblo en el mapa, dándole una importancia que no le había dado nadie.

Un niño flaco, pero nada descomunal; enfermizo, como cualquiera, padecía de enfermedades típicas de la infancia: anginas, diarrea, bichos en la barriga, nada fuera de lo común.

Jugaba fútbol –en ese pueblo, ¿quién no le daba al balón?-, cascareaba, no era bueno, pero se divertía. Después de uno de esos partidos, en el que jugó de portero y los contrarios le metieron una goliza de aquellas, llegó con la cara pasmada y la mirada diluida a su casa, cargando con quién sabe cuántos futbolistas olvidados en el fracaso, no quiso ni comer ni tomar nada, se fue derechito a la cama, y así, en un sueño profundo, fue que de tan dormido ya no despertó, su mamá, doña Tomasita, lo movió, primero suavemente, con cuidado, para después zarandearlo duro, con la fuerza suficiente como para regresarlo, pero el niño no respondió; le tocaron el pecho, estaba frío y tieso como una piedrita de río.

Los rosarios con sus rezos se metieron a la casa de los Hinojosa llevados por las viejitas del pueblo. Se acompañaban el llanto con la plática, recordaron aquel año en el que Laureano había nacido y que como renacuajo salió de Tomasa, ¿cómo es que ni un niño tiene la vida segura?, ¿cómo es que en todos –esto: la vida- es de una fragilidad absoluta?

El único médico que había en el pueblo estaba ocupado en el alumbramiento de otra criatura, una que llega y otra que se va, se oyó decir por una voz cascada por el tiempo y la circunstancia, aunque no necesitaban de un galeno para que les dijera lo que estaba clarísimo: Laureano ya no respiraba. Pero, por órdenes de Isauro Sierra, el presidente municipal, no se podía desplazar ningún cuerpo sin la autorización del doctor, que nomás se desocupara del parto, lo esperaban en casa de Candelaria Esparza que tenía enfermo a su perro Timoteo, el cual era considerado como de la familia.

El cuerpo de Laureano esperaba la visita del médico, mientras permanecía acostado en su cama, con las viejas rezando en retahíla a su alrededor y su mamacita sirviéndoles café.

Acostado, tan quieto, daba tal sensación de paz al que lo miraba que todos los ojos estaban puestos en él, contemplación que los hizo testigos de un milagro: Laureano Hinojosa revivió y, como si fuera poco, levitó. Se paseó por la habitación sin que sus pies tocaran el suelo, como un angelito volando; flotando por los aires regresó a su cama y cuando su cuerpecito volvió sobre las sábanas se estiró y bostezo. ¡Alabado seas!, dijeron las presentes a coro, regocijadas entendieron que estaban ante la presencia de un ser superior. Enseguida se postraron ante él, con cánticos de júbilo lo adoraron; quisieron tocarlo para llenarse con su luz, pero Tomasa –aún perpleja por lo ocurrido- no se los permitió. Asustada, las sacó de la casa para encerrarse con Austero y con el niño.

La gente, sin embargo, reclamaba lo propio: un santo es de todos. Los siguientes días se plantaron afuera de la casa de los Hinojosa, hicieron guardia de día y de noche, en fila esperaron su turno para dejar, en la puerta o donde se pudiera, su ofrenda al niño: flores que cubrieron la entrada, cazuelas con guisados, canastas con fruta, cestos con pan dulce, jarras de agua fresca y dulces típicos envueltos en papeles de colores. Tomasa y Austero se dieron cuenta de que era un error guardarse, guardarlo. Del niño que rompía los pantalones barriéndose en la tierra para impedir la entrada del balón en la portería, poco o nada quedó; Laureano dejó de ser ese niño que iba uniformado a la escuela, en su nueva faceta lo vistieron de blanco, dejó de salir a la calle y, en consecuencia, su piel morena palideció.

Con la fuerza que generó la veneración, la buena nueva caminó y de otros pueblos, cercanos y lejanos, llegaron los crédulos como en oleadas, barriendo la casa de los Hinojosa; tal fue la afluencia que hizo falta organización, por eso fue que se instituyeron días y horarios para visitarlo; días de adoración; días de petición, en los que uno -de rodillas- iba hasta él para hacerle alguna solicitud; días de sanación, en los que el santo niño postraba las manos sobre los enfermos para curarlos.

Los visitantes llevaron regalos, a Tomasa le llenaron las manos de besos y los oídos con palabras de agradecimiento por haber traído a este mundo -impío y necesitado- un ángel. El pueblo también agradeció su presencia, en esa época de constricción económica, devaluaciones e inflación, el santo niño fue la manera de sobrevivir. Los que venían de lejos, además de ver al niño, precisaban prolongar la experiencia, un souvenir, como decían entre ellos: retratos, estampas, figuras, cuadros, cofres, medallas y botellitas con agua bendecida por él. El pueblo, de productor de macetas de barro, pasó a ser manufacturero de recuerdos.

Hubo que hacer, empero, al paso del tiempo, algunos cambios y es que el niño, dejó de serlo: se estiró de una manera poco usual, sus huesos se ensancharon, las facciones se pronunciaron, las vellosidades brotaron vigorosas y la voz le engrosó. Por ende, la producción comercial, que en torno a él se hacía, tuvo que ser ajustada a esta transformación.

Sólo fue el principio de una transición que no se sabía cómo resultaría; el joven, aquél que fue bautizado como Laureano Hinojosa, se hizo hombre. Un hombre corpulento y seductor. La recién adquirida galanura duplicó su fama. Por ese entonces se le hizo responsable de varios milagros, la gente aseguraba que había hecho caminar a una anciana que desde hacía más de quince años estaba postrada, se decía también que le había devuelto la salud a un enfermo terminal y que, con sólo verlo, la vida de cualquier individuo mejoraba diametralmente.

Entonces, a los seguidores ya no les bastó con visitarlo en el horario asignado, siendo él la razón de su existencia, muchos de ellos cambiaron su residencia al pueblo, los que tenían posibilidades de hacerlo compraron casa y los que no, acamparon en la calle; no les parecía suficiente el tener a un ángel entre ellos, esperaban un milagro de mayor envergadura. Dentro de este círculo se armó una comitiva, es decir, un selectísimo grupo de señoras –doctas, según ellas, en este tipo de situaciones- que decidían sobre las acciones a seguir del joven. Tomasa, que en un principio había establecido las reglas, fue relegada a un rango menor, se le reconocía, sí, como el vaso gestor del ángel, que para todos quedaba claro que había tenido una importantísima función, pero su tarea ya había terminado y ahora debía ceder el lugar a personas con, cómo decirlo, mayor conocimiento, con estudios sobre algo tan delicado como la llegada de un ser de luz. Austero y Tomasa se replegaron en ellos mismos, dejando a su hijo en manos de quienes así lo reclamaban.

Las señoras, acompañadas generalmente de sus hijas, empezaron a encargarse por completo de su cuidado, se le daban baños de esponja ya que empezó a circular el rumor de que el contacto prolongado con el agua podía dañarlo; se le alimentaba exclusivamente con frutas y no se le dejaba sólo en ningún momento, siempre habiendo alguna mujer que se ocupara de él. En espera del gran milagro, fue atendido con esmero y dedicación; las galardonadas con tan alto encargo no vivían para otra cosa que no fuera complacerlo. No obstante, al cabo de un tiempo muchas de ellas, sobre todo las más jóvenes, cayeron enfermas: nauseas, cansancio, dolor de cuerpo. Parecía que el don de curación del ángel, en ellas, por alguna razón, no surtía efecto. Las muchachas indispuestas fueron reemplazadas, pero, algo estaba ocurriendo porque en cosa de nada, las otras, las sustitutas, presentaron los mismos síntomas. Podía ser, dijeron las señoras de mayor edad, que la consumación de los tiempos estuviera cerca y que se encontraran en los albores de la batalla final, el compendio de todas los demás, la que se coronaría como el despertar de las conciencias dormidas. Entre ellas se congratularon por la buena nueva, abrazadas, eufóricas, lloraron de alegría por la redención que se avecinaba.

Comprometidas con su misión, como primer destino se dirigieron a la plaza y para los que las quisieran -y no quisieran- escuchar, dieron el sermón con la anunciación. Después, dando de gritos, se dispersaron por las calles; tocaron a las puertas de las casas, sin perder el tiempo, comunicaron el mensaje; las personas –sobrecogidas- salieron y entonces, todos juntos –en histeria colectiva- se le presentaron al ángel para que les indicara el camino a seguir.

En espera de la respuesta, se hizo un silencio que él no quebrantó. Arrebatados por el entusiasmo llegaron y así se fueron.

Regresaron a sus tareas las mujeres encargadas de los mimos, agradeciendo a la Providencia que las muchachas diagnosticadas como enfermas se sintieran mejor, pudiéndose reincorporar, sin mayor dilación, a sus labores.

Sin embargo, el pueblo no pudo dejar de notar el crecimiento exagerado del vientre en casi todas las mujeres que cohabitaban con el ángel. Hasta una de ellas, que se veía bastante mayor, había engordado a un grado que su barriga era de un tamaño descomunal. Las murmuraciones no se hicieron esperar, la gente empezó a hablar; las mujeres hicieron de oídos sordos hasta que un llanto de bebé recién nacido las sacudió; a ese llanto se le sumó otro y otro y otro más; de la casa de los Hinojosa salía un puro y unísono chillar.

Las mujeres que no estuvieron nunca enfermas salieron a dar una explicación: el milagro se había concedido, el ángel estaba dejando sucesores, es decir, angelitos a los que muy pronto podría visitarse, en un horario estipulado, para ser adorados –como era debido- con donaciones y regalos.

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